Mientras
acomodaba los libros de su biblioteca, el viejo sintió un fuerte dolor
provocado por el pastiche orgánico que le agobiaba por dentro. “Esto tiene
nombre propio: hambre”, pensó el viejo.
Entre la tribulación y el desasosiego interior, el
hombre vio a su perro echado en la puerta del salón y con voz trémula le dio
una orden al animal: “Bush quiero que me traigas una presa suculenta para el
almuerzo”.
El trasnochado sabueso miró con rabia a su amo. Lanzó
un prolongado ladrido de protesta y con desgano salió a cumplir la orden de su
patrón.
Después de tomar una taza de café humeante que le braseó
la garganta, el viejo se acostó de nuevo y se quedó dormido, mientras esperaba
el retorno del animal.
Al mediodía, el perro regresó cargando entre los
dientes la cabeza ensangrentada de un lobo. Horrorizado y aturdido ante la
extrañeza de aquella visión de espanto, el viejo trató de cubrirse los ojos y
se percató que le faltaba la cabeza.
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