Vidal Chávez López
El ojo
derecho es la parte de mi cuerpo con la que más me identifico. Es tan grande
esta compenetración, que si volviera a nacer sólo desearía parecerme a mi ojo
derecho.
Debo aclarar
que, así como mi ojo derecho me genera una gran admiración, a veces me inspira
reflexiones de aversión que me asfixian y desmoronan. A pesar de desencadenar
estas contrastantes explosiones de ánimo, la existencia de mi ojo derecho es la
única razón que logra mantenerme con vida.
Mi ojo derecho es menos doméstico de lo que muchos
pueden pensar: se desaparece por
días, dejándome como una casa en penumbras. En oportunidades me asalta una dura
sensación de celo hacia mi ojo derecho, ya que la mayoría de mis bellas amigas
únicamente vienen a mi casa a preguntar por él y a contemplar el inconfundible
guiño que le hace a la vida.
“Su
ojo derecho es tan hermoso que tiene el color confuso de los días”, me dicen eufóricas y enamoradas las
agraciadas muchachas de la Sociedad de Corazones Blandos, a la cual él
pertenece como miembro honorario.
A hurtadillas, a través de los espejos, he tratado de
observar a mi ojo derecho, pero sólo he logrado descubrir su sonrisa enajenada
y su conmiseración hacia mí persona. Estupefacto, he llegado a pensar que mi
ojo derecho ha utilizado la cavidad de mi cara para espiarme y ejecutar planes
siniestros que desconozco. Sin embargo, no me arrepiento que mi piel chamuscada
por el tiempo le haya servido de cobijo.
En verdad, ¿qué más puedo exigir? Pues, con las
piernas y los brazos mutilados, tuerto del ojo izquierdo, con el rostro sajado
por un certero machetazo y abandonado en una destruida silla de ruedas, me
afianzo al misterio oculto de alcanzar la liberación de mi naturaleza humana a
través de mi ojo derecho.
Del libro “Aguas
metidas en el sueño”,
(inédito).
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