Cuando
se apaga la mecha de luz de un poeta o un escritor, cuando desaparece uno de
sus hacedores o uno de sus más fieles seductores, muchos esperan que la palabra
se sienta adolorida con el corazón partido y golpeada en lo más hondo. Muchos
esperan que la palabra avance penosa por el roquedal desierto de los sueños
quebrados, que se vaya contra las cuerdas de la incertidumbre, como si hubiese
perdido irremediablemente sus amaneceres y sólo fuese confusas puestas de sol.
Sin
embargo, la palabra andariega y sedienta de vida, cuando la muerte intenta
callar con su infalible ley a uno de sus fieles constructores, cuando le tiende
una súbita emboscada al aliento de uno de sus adelantados, tiene la fuerza
suficiente para asimilar el golpe, permanecer intacta, lúcida, solidaria y, con
sus lisuras de luz, poder bramar salvaje en la oquedad y ondear como una
bandera desplegada con su verdad y su divina sapiencia.
La
palabra jamás expira, como de ningún modo perecen los que han habitado sus
espacios infinitos y quienes se han refugiado solitarios en el fuego sagrado de
su alma reveladora. No fenecen quienes han enamorado a la palabra de manera
fructificante en sus recónditos y secretos meandros para mantenerse vivos en su
territorio sagrado, en su paraíso de aguas que calman la sed arraigada en el
bisel de los caminos, en el reflejo de un suspiro.
“La
palabra es un espejo. Un imperio escenificado con las cenizas vivas de los
hombres que habitan su territorialidad”, escribió el periodista, poeta, escritor y profesor universitario José Cheo
González. Pues, él bien sabía que nunca se ausentan los alucinados que se han
regodeado creativamente en la palabra; los que se han deleitado en su
apetecible cuerpo de miel seductora, en su piel que inventa cantos y fábulas;
quienes -a través de sus juegos de espejos-, han resplandecido constelados para mirar y mirarse más allá de la realidad
y de la vida misma.
“Ese
espejo humano de la palabra refleja todo un fructificante proceso histórico que
hace posible la conjugación, la congregación, la comunión”, resaltaba Cheo González
relampagueante, quien era un cautivado por la persistente fragancia de la palabra
que se arremolina en los
profundos anhelos por construir un mundo nuevo.
Por
eso Cheo escribió que “en el rojo vivificante de la palabra cotidiana, que
apretuja amores, que encrispa roces, que tiende cuerdas en un manojo de
corazones para hacer sólo lo que el hombre sabe hacer: edificar civilizaciones.
(…) Y en ese escenario de civilidad, el hombre, en el pecho abierto de su
memoria palpitante, imprime la huella perenne de la libertad”.
Pero
sobre todo, Cheo González era un universitario cabal y un hombre en un eterno
encuentro anudado y fructífero con la cultura. De la fuerza henchida que
transmitía esa realidad el ex rector de LUZ
José Manuel Delgado Ocando escribió que “Cheo González es un escritor
periodista y en su manera de escribir y en los temas que escoge, vislumbro el
pulso de quien lucha por una cultura zuliana más fidedigna”.
Como
periodista, poeta y escritor, Cheo González dejó el testimonio vivificante de
su palabra en una fiesta de lenguajes que son sus libros Reidtler, El cuerpo de
gota aquel, Crónica de tierras tintas y De tiempos espera, obras que
permanecerán en la memoria palpitante de la vida derramada de esta ciudad y el
país. Curando la apagadura de su ausencia, el Banco Central de Venezuela publicó
recientemente el libro La nación del viento, obra en la que la galanura de las fotografías
de Francisco Solórzano, Frasso, y los poemas de Cheo González, escritos en
español y traducidos al wayuunaiki, se convierten en un infinito y amoroso homenaje
a La Guajira y su gente.
Los amigos de Cheo González sabemos que él en absoluto
perteneció al team work de quienes se
quedaban sin aliento cuando le hacían el último out en el noveno inning del
afecto y la pasión. Cheo González, no era como algunos pesimistas que, ante
el dolor y la pena que pica y se extienden como una súbita emboscada al
corazón, creen que lo prudente es refugiarse como solitarios en el tranquilo
rincón del dogout de los sueños quebrados.
Así, hilvanando sueños en el patio inconmensurable del
alma, a un año de su desaparición, la palabra de José Cheo González subsiste a
su caída, porque su voz sigue siendo la esperanza invitada para continuar
viviendo en la esbeltez impasible de la memoria. Por eso, ante la indiscutible
permanencia de su palabra, cobra valor la publicación del libro Béisbol,
Petróleo y Dependencia, obra que hoy presenta el Vice Rectorado Académico de
LUZ, dentro de la Colección textos universitarios, programa de publicaciones de
este despacho que fue fundado por Cheo González. Esta investigación le meritó
al autor el título de doctor en la Universidad París VII de la Sorbona, Francia
Mediante
esta investigación sistemática, organizada y metodológicamente sustentada, Cheo
González pone out de calle y muestra las crudas ataduras de la relación de
dependencia existente entre el béisbol y nuestro petróleo. Además deja al
descubierto el tatuaje de barras y estrellas estadounidenses que se esconden
subrepticiamente debajo de los uniformes de los equipos que participan en el
campeonato de béisbol profesional venezolano.
Cheo González alcanza comprobar y
demostrar, entre otros logros, que muchos jóvenes zulianos piensan que
convertirse en peloteros profesionales es un formidable modo de ganarse el
sustento y de ascender en la escala social. Prueba de ello, es que más de un
tercio de los peloteros profesionales que juegan actualmente en los equipos de
las Grandes Ligas son de origen afroamericano y latino, muchos de ellos venezolanos
que proceden de familias de bajos recursos.
Alguien
dijo que “el béisbol es la vida”. En el caso de José Cheo González,
indudablemente que así es. Por su ilimitada identificación con el béisbol, la
palabra de Cheo González seguirá viviendo durante un interminable extra inning.
Pues, él siempre asumió la palabra desde lo más recóndito para vivir por
siempre en todos y para perdurar deslumbrante y deslumbrado con el oro mágico
del sol en los ojos.
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