Vidal Chávez López
Mi madre se paraba en
el patio, y la casa dejaba de ser una vasta oscurana. En un elevado ceremonial,
mi madre me sentaba en el ancho pretil que estaba en el patio de la casa y, con
los ojos deslumbrados por el borbollón de luz nocturnal, invocaba una plegaria
al reino celestial.
“Cielo que estás más
allá de tu gloria infinita. Has que nunca falte en esta casa tu luz perfecta,
tu luz de entendimiento. Cielo, danos tu fulgor imperecedero. Danos humildad
para albergar para siempre una estrella tuya es nuestro corazón. Amén”.
Luego miraba
extasiada la vastedad del cielo y el resplandor de los astros. Mi madre
recorría con sus ojos pequeños el firmamento, como si hubiera ordenado con sus
propias manos los conjuntos de estrellas de la bóveda celestial. Citaba las
constelaciones por sus nombres y las distinguía por la intensidad de su brillo.
-Esa es Andrómeda. Más allá están Pegaso,
Delfín y Cisne. Aquellas son las osas Mayor y Menor, la Estrella Polar, Bollero
y Cabellera de Berenice. Observa como resplandecen la Corona Boreal, Hércules y
Orión. ¡Qué bella es esa estrella fugaz que va cruzando el cielo!
-¿Qué debo hacer
para atrapar una estrella fugaz?, le preguntaba castamente a mi madre.
-Las estrellas
fugaces viajan por el cielo porque no tienen una constelación, un lugar
estático, donde vivir. Pero sólo puede atraparla quien aprenda a quererlas.
Para conquistar el amor de una estrella fugaz, hay que soñar con ella. Si la
querencia es compartida, la estrella fugaz se deja atrapar en el sueño y
desiste vagar por el cielo.
Después de aquella
sublime recomendación de mi madre, no he podido dejar de amar y ser amado por
las estrellas fugaces que se aparecen en mis sueños. Por temor al castigo
celestial, hay una verdad que nunca le revelaré a mi madre: los agraciados
luceritos que durante años han iluminado la ventana de su cuarto son nietos de
ella.
Del libro “Aguas
metidas en el sueño”,
(inédito).
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