Vidal Chávez López
Mi padre
no fuma ni bebe, su único vicio es jugar terminales de loterías.
Mi madre, cultora de disparates familiares, le
suministraba a mi padre la clave del número ganador. Los poderes clarividentes
de mi madre estaban en sus piernas. Si mi madre amanecía despierta en posición
fetal, mi padre jugaba el 6. Si despertaba con las piernas cruzadas compraba el
4. Si amanecía despierta a pierna suelta, mi progenitor adquiría el 1. Y así
por consiguiente.
Un día mi madre quiso
cambiar su viejo sombrero de 1930 y le pidió dinero a mi padre. “No tengo”,
dijo mi padre acariciando un cheque de cien mil dólares.
A partir de entonces mi madre, en una actitud de
protesta, comenzó a sufrir de insomnio.
Las grandes ojeras que se le iban formando, al no poder conciliar el sueño, le
imprimían a mi madre una fuerza absurda a su figura fantasmagórica.
Mi padre, sin la ayuda milagrosa de las piernas de mi
madre, optó por comprar al azar los números de los terminales. No ganaba y
estaba quedando en la ruina. Una tarde, aprovechando la ausencia de mi madre,
mi padre convocó a un consejo de familia.
-Me estoy quedando sin un centavo y ustedes saben muy
bien quien es la culpable de mi desastre económico. Es preciso tomar las
medidas pertinentes para ponerle fin a esta situación, dijo mi padre mal
encarado.
Desde los lugares más remotos trajo a los mejores
especialistas de mundo, junto con los brujos, videntes, astrólogos,
tarotistas, chamanes y los curanderos más famosos, para que hicieran
dormir a mi madre. Pero ninguno, con su
arte y su sabiduría, logró curarle el insomnio a mi madre. Todos, al unísono,
reconocieron el fracaso de su ciencia.
Los días pasaban y la desesperación de mi padre
sobrepasaba las copas de los árboles. Una mañana, sin mediar palabras,
obstinado de tanto perder dinero, mi padre mató a mi madre de un balazo en el
corazón.
Sin conmoverse la levantó del charco de sangre y la
acostó en la cama. Respetuosamente, dándole un beso sublime en la boca, le puso
el traje de boda. Luego la dobló de espalda y le ató la cabeza a los pies.
Ahora mi padre es un hombre feliz: se ha hecho millonario jugando el 0.
Del libro “Cuando la lengua
ahoga a los ahorcados”,
Ediciones El Taller
de Telémaco.
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