(Al estilo garcía
marqueano, guardando la distancia)
Muchos
años después, frente a una pipa vacía, Aristarco Deunario Urdaneta había de
recordar aquella noche incierta cuando su padre, bajo la luz trémula de una
vela, le mostró una fotografía roída de una presa para que pudiera, aunque
fuera de manera referencial, conocer el agua.
El pueblo era entonces una aldea de
cien casas, reunidas alrededor de la iglesia, la Plaza Mayor y el pequeño
hospital. El mundo era tan reciente, que el sol calentaba con una
insensibilidad que daba exasperación, por lo que todos en el pueblo sentían
necesidad de bañarse tres veces al día y tomar agua a cada momento. Pero el problema, era que en aquel pueblo
nunca había agua.
Por
aquel entonces, en cada campaña electoral las agrupaciones partidistas,
dirigidas por políticos embaucadores, mujeriegos, pícaros y borrachines,
montaban sus tarimas de feria en la Plaza Mayor y con un gran bullicio de
pitos, panderetas, matracas, triquitraquis y cohetes mata suegras, prometían
solucionar de un día para otro el problema del agua.
En
su desesperación por ganar votos, los personajes públicos recurrían a su
desaforada imaginación politiquera y demagógica. Los políticos más
conservadores prometían lluvias cada 18 horas. Unos ofrecían montar las casas
en grandes balsas, para mudar al pueblo hasta las orillas del río Missisipi.
Otros garantizaban la factibilidad de conectar tuberías a las nubes para tener
agua de manera permanente. Por su parte, los grandes mercaderes de la política
ofrecían institucionalizar constitucionalmente el San del Agua. En cambio, los
creyentes en el poder mágico de la homeopatía sostenían que la solución para
calmar la sed estaba en la aplicación de la orinoterapia. Como siempre,
ofrecimientos eran lo que sobraba, en cambio lo que seguía faltando era el
agua.
En
medio de esta barahúnda de promesas electoreras, el viejo Malaquías Molero,
mientras se empinaba su sexta copa de ron blanco en el botiquín de la negra
Griselda, previno a todo el pueblo de aquella demagogia politiquera desmedida:
-No
le hagan caso a ninguno de esos grandes carajos, que en este pueblo el problema
del agua no tiene ninguna solución. Que se los digo yo, que tengo 78 años y he
pasado toda mi vida echándome palos secos de ron, porque ni para llevar con
dignidad el vicio de la bebentina hay agua en este pobre pueblo.
Para
esa época Aristarco Deunario había perdido toda esperanza de conocer el agua, y
adquirió el hábito lastimoso de hablar a solas. Se paseaba impotente por la
casa con su vieja totuma en la mano derecha, mientras su esposa y sus hijos
seguían montando su terca vigilia con la ilusión de ver aparecer, aunque fuera
por error, un chorrito de agua por el tubo oxidado y lleno de telarañas del
lavaplatos.
II
Muchos
años después, los niños habían de recordar por el resto de sus vidas la
respetable solemnidad con que su padre un día se echó a morir en una pipa
vacía. Llorando y temblando de rabia e impotencia, devastado por la prolongada
vigilia de 75 años sin ver aparecer una gota de agua por la tubería sin
estrenar de su casa antigua, Aristarco Deunario le reveló a su familia lo que
consideraba su más terrible descubrimiento:
-Definitivamente,
el agua no está hecha para la gente de este pueblo. Ese supuesto líquido,
considerado esencial para la conservación de la vida sobre la tierra, es sólo
el invento de unos políticos chapuceros, incapaces y farfullos. Por lo tanto,
como último deseo, les pido que me entierren dentro de este depósito metálico,
como homenaje a La Pipa del Agua Desconocida.
Ese
mismo día su esposa Fredefinda Montiel perdió lo poco que le quedaba de
paciencia.
-Si
quieres volverte loco, vuélvete tú solo, pero no trates de inculcar a tus hijos
tus ideas extrañas de camello descocado y trasnochado, -gritó Fredefinda
Montiel sin dejar de revisar la lista de los terminales de loterías.
Impasible,
Aristarco Deunario no se dejó amedrentar por los bramidos amenazantes de su
esposa. Demostrando un gran poder de
convocatoria, logró reunir a los hidrólogos, agrimensores, agrónomos,
ingenieros, topógrafos, brujos, renacedores, adivinos y astrólogos del pueblo,
y debajo de un viejo matapalo sembrado en el centro del patio de su casa les
demostró, explicándoles en un lenguaje enrevesado y trazando en la arena
gráficos y figuras incomprensibles, que era una equivocación continuar
desgastándose en el empeño inútil de esperar la advenimiento del agua si nadie
llegaba a comprender la teoría matemático-física de la cuadratura de la pipa
vacía, propuesta por Kinlomer en la antigua Mesopotamia.
Los
asistentes a la reunión salieron convencidos de que Aristarco Deunario sufría
de una crónica y enmarañada aridez cerebral que le había provocado la pérdida
irreparable del juicio, si es que alguna vez en su vida lo había tenido.
Sin
embargo, el arribo inesperado de un forastero logró poner las cosas en su punto
justo. El extraño visitante llegó manejando un original pero desvencijado
vehículo, en el que venía amarrado un camello decrépito y mal oliente. No
obstante, la gente del pueblo sólo se dio cuenta de la llegada del desconocido
cuando pidió para almorzar, como si hubiera acumulado por años las ganas insaciables
de comer, cinco bocachicos rellenos, cuatro servicios de patacones con queso
palmita, seis huevos fritos, tres vasos grandes de horchata y dos manos de
guineos quinientos.
Después
de engullir desenfrenadamente aquel almuerzo de disparate, el forastero, en un
español trabajoso, exaltó en público la inteligencia de Aristarco Deunario,
quien, por pura deducción, había construido una fantástica teoría sobre la
epistemología de la sed, pero que los camellos, sin ninguna jerigonza, habían
comprobado más allá de la callosidad de sus patas y la sequedad de sus
endurecidas jorobas.
Como
prueba de su admiración por Aristarco Deunario le hizo un regalo que había de
ejercer una influencia mágica y terminante en el futuro del pueblo: un camión
cisterna, como dijo que se llamaba el insólito vehículo que llegó manejando.
-¿Para
que sirve esa cosa?, preguntó sorprendido Aristarco Deunario.
-Con
este camión cisterna tú puedes salir a vender agua por el pueblo y convertirte en un hombre sumamente rico e importante,
respondió el desconocido.
-Se
dan cuenta. Al otro lado del pueblo, hay toda clase de aparatos mágicos,
mientras nosotros seguimos viviendo como burros, esperando que llegue por las
tuberías esa minucia que llaman agua. Pero, ¿cómo voy a salir a comercializar
algo que no tenemos ni conocemos?, dijo Aristarco Deunario.
-¡Carajo!
Acaso, ¿no se han cuenta que este es un pueblo de agua?, gritó el hombre
montado en un achacoso camello.
III
Un
día, buscando una botella de ron blanco que el viejo Malaquías Molero había
escondido debajo del asiento del camión cisterna, Aristarco Deunario encontró
un pergamino escrito en sánscrito. Fascinado por el hallazgo, salió corriendo a
buscar al padre Blas Pernalete para que lo ayudara a descifrar, lo que de manera
ininteligible, estaba escrito en aquel vetusto documento.
Mientras
escuchaba ensimismado como el representante de Dios sobre la tierra descifraba
el viejo manuscrito, Aristarco Deunario sintió una fuerza extraña que lo iba
arrastrando hacía la última trinchera que le quedaba en la vida: una pipa
vacía.
Cuando
se disponía a escapar de la fortaleza de hormigón en que se había convertido la
pipa, comprendió que jamás podría lograrlo, porque en el pergamino estaba
escrito que el pueblo sería definitivamente arrasado por la sed y desterrado de
la memoria de los hombres que tienen el control de las presas, porque las
estirpes condenadas a cien años sin agua no tienen ni siquiera la oportunidad
de tomar un buchito de este líquido en el último instante de su
vida.
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